No siempre se ha leído en silencio. Antiguamente se leía en voz alta, lo que debía hacer de la biblioteca una casa de locos. Aunque es seguro que hubo lectores silenciosos mucho antes, hasta el siglo X no se hizo habitual leer sin mover los labios. En sus Confesiones, San Agustín relata con admiración la manera de leer de Ambrosio, al que visitaba con frecuencia. “Cuando leía, sus ojos recorrían las páginas y su corazón entendía su mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietas”. Mucho antes, nos encontramos con otro caso de lectura silenciosa, menos fiable pero mucho más divertido. Según Plutarco, en una ocasión un correo llevó a Alejandro Magno una carta de su madre. Alejandro desplegó el rollo y lo leyó en silencio ante el desconcierto general de sus hombres, que no entendían qué le pasaba. Quizás pensaron que le había dado un jamacuco a su jefe. (De Una historia de la lectura, Alberto Manguel).
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