Musicofilia (1) 4

sábado, mayo 16, 2009 | Escrito por | Etiquetas

«Tony Cicoria tenía 42 años. Era un hombre robusto y muy en forma que había jugado al fútbol americano en la universidad y que trabajaba como cirujano ortopédico en una pequeña ciudad del norte del Estado de Nueva York, donde gozaba de una buena reputación. Una tarde de otoño se hallaba en un pabellón junto a un lago durante una reunión familiar. Hacía bueno y corría algo de brisa, pero se dio cuenta de que en el horizonte había algunas nubes de tormenta; parecía que iba a llover.

Se acercó a una cabina telefónica que había fuera del pabellón para llamar un momento a su madre (era 1994, antes de la era de los móviles). Todavía hoy recuerda cada segundo de lo que ocurrió después: “Estaba hablando por teléfono con mi madre. Estaba chispeando y se oían truenos a lo lejos. Mi madre colgó. Yo tendría el teléfono a unos 30 centímetros cuando sufrí la descarga. Recuerdo un fogonazo de luz que salía de la cabina y me dio en la cara. Lo siguiente que recuerdo es que salí despedido hacia atrás”.
Luego, y aunque parece dudar antes de contarme esto, “me vi arrojado hacia adelante. Desconcertado, miré a mi alrededor y vi mi propio cuerpo en el suelo. Me dije: ‘¡Mierda, estoy muerto!’. Vi a gente reunida en torno a mis restos. Vi a una mujer –había estado esperando a que yo terminara de usar el teléfono– que se colocaba sobre mi cuerpo y le hacía la respiración boca a boca. Yo subí las escaleras flotando y mi consciencia se vino conmigo. Vi a mis hijos, me di cuenta de que no les iba a pasar nada. Entonces me rodeó una luz azulada y blanquecina…, una intensa sensación de bienestar y paz. Me pasaron por delante los mejores y los peores momentos de mi vida. Pero no asociaba a ellos ninguna emoción… era puro pensamiento, puro éxtasis. Tuve la percepción de acelerar, de que me elevaban…, había velocidad y dirección. Entonces, justo cuando estaba pensando: ésta es la sensación más gloriosa que jamás he experimentado…, ¡bam! Regresé”.

El doctor Cicoria sabía que había regresado a su cuerpo porque sintió dolor, el dolor de las quemaduras en el rostro y en el pie izquierdo, los puntos por los que la descarga eléctrica había entrado y salido de su cuerpo. Y se dio cuenta de que “sólo los cuerpos sienten dolor”. Él quería volver, quería decirle a aquella mujer que dejara de hacerle la respiración boca a boca, que le dejara marchar; pero era demasiado tarde, ya estaba innegablemente de vuelta entre los vivos. Al cabo de un minuto o dos, cuando fue capaz de hablar, dijo: “Está bien… ¡Soy médico!”. La mujer, que era enfermera en una UCI, replicó: “Hace unos minutos no era nada”.

Se presentó la policía y quisieron llamar a una ambulancia, pero Cicoria se negó entre delirios. En lugar de eso le llevaron a casa (“Me pareció que tardamos horas en llegar”), desde donde llamó a su médico, un cardiólogo. Cuando éste le examinó supuso que Cicoria había debido de sufrir una breve parada cardiaca, pero no encontró nada más cuando le auscultó y tampoco en los electrocardiogramas. “Con estas cosas, o vives o te mueres”, comentó el cardiólogo, que no pensaba que el doctor Cicoria fuera a padecer más consecuencias de este extraño accidente.
Cicoria también consultó a un neurólogo. Le invadía la pereza (algo raro en él), y tenía problemas de memoria. De repente se vio olvidando los nombres de gente que conocía bien. Le hicieron pruebas neurológicas, un electroencefalograma y una resonancia magnética. Tampoco se observaron anomalías.

Al cabo de un par de semanas, cuando recuperó la energía, el doctor Cicoria volvió al trabajo. Seguía arrastrando algunos problemas de memoria –de vez en cuando olvidaba los nombres de enfermedades u operaciones poco frecuentes–, pero sus habilidades quirúrgicas no se vieron afectadas. Transcurridas otras dos semanas, desaparecieron los problemas de memoria, y pensó que ahí acababa todo.
Lo que ocurrió posteriormente sigue asombrando a Cicoria, todavía hoy, 12 años después. La vida había vuelto a la normalidad, aparentemente, cuando “de repente, en dos o tres días, me entraron unas ganas irrefrenables de escuchar música de piano”. Esto no guardaba ninguna relación con nada de su pasado. De pequeño había recibido unas pocas clases de piano, “pero no me interesaba realmente”. Ni siquiera tenía piano en casa. La única música que escuchaba era rock.
Con este súbito capricho por la música de piano, comenzó a comprar discos, y se enamoró especialmente de una grabación de sus obras predilectas de Chopin interpretadas por Vladimir Ashkenazy: la polonesa Militar, el estudio Viento de invierno, el estudio Teclas negras, la Polonesa en la bemol, el Scherzo número 2 en si bemol menor. “Me encantaban todas”, explicaba Cicoria. “Tenía el deseo de tocarlas. Pedí todas las partituras. Justo entonces, una de nuestras niñeras preguntó si podía dejar su piano en nuestra casa, de modo que en el preciso instante en que a mí se me antojó, apareció uno, un pequeño piano de pared. Era perfecto para mí. Apenas podía leer las partituras, apenas sabía tocar, pero empecé a aprender yo solo”. Habían pasado más de treinta años desde las pocas clases de piano de su infancia, y tenía los dedos entumecidos y rígidos.
Y entonces, inmediatamente después de sentir este repentino deseo por la música de piano, Cicoria comenzó a oír música en su cabeza. “La primera vez”, explica, “fue durante un sueño. Yo iba de esmoquin, estaba en un escenario, tocando algo que había compuesto yo. Me desperté sobresaltado y la música seguía en mi cabeza. Salté de la cama y empecé a escribir todo lo que recordaba. Pero apenas sabía cómo plasmar lo que oía”. Aquello no salió muy bien porque él nunca había intentado escribir o anotar música antes. Pero cada vez que se sentaba al piano a practicar Chopin, su propia música “venía y le embargaba. Tenía una presencia muy poderosa”.

Yo no sabía muy bien cómo entender esta música tan perentoria, que le invadía casi irresistiblemente y le inundaba. ¿Estaba experimentando alucinaciones musicales? No, respondió el doctor Cicoria, no eran alucinaciones. “Inspiración” era un término más adecuado. La música estaba ahí, en lo más profundo de su interior, o en alguna parte, y lo único que tenía que hacer era dejar que le viniera. “Es como una frecuencia, una emisora de radio. Si me abro, viene. Me gustaría decir que viene del cielo, como afirmaba Mozart”.
Su música no cesa. “Nunca se agota”, proseguía él. “En todo caso, tengo que apagarla yo”.
Ahora tenía que lidiar no sólo con aprender a interpretar Chopin, sino también con dar forma a la música que le rondaba constantemente la cabeza, probarla en el piano, ponerla en el papel manuscrito. “Era una lucha terrible. Me levantaba a las cuatro de la mañana y tocaba hasta que me iba a trabajar, y cuando volvía a casa del trabajo, me pasaba toda la tarde en el piano. Mi mujer no estaba nada contenta. Yo estaba poseído”.

Al tercer mes del accidente del rayo, Cicoria, que antaño fue un hombre de familia afable y cordial, casi indiferente a la música, se veía inspirado, casi poseído, por la música y apenas tenía tiempo para nada más. Cayó en la cuenta de que quizá se había “salvado” por algún motivo especial. “Llegué a pensar”, asegura, “que la única razón por la que me habían permitido sobrevivir era la música”. Le pregunté si antes del rayo era creyente. Había recibido una formación católica, respondió, pero nunca había sido especialmente religioso; tenía algunas creencias poco ortodoxas, como la reencarnación.
Él mismo llegó a pensar que en cierto sentido se había reencarnado, que se había transformado y había recibido un don especial, una misión: “sintonizar” con la música que él llamaba, medio metafóricamente, “música del cielo”. Ésta solía manifestarse como un “torrente absoluto” de notas sin pausas, sin descansos, a las que él tenía que dar estructura y forma. (Mientras me contaba esto, yo pensaba en Caedmon, poeta anglosajón del siglo VII, que era un pastor de cabras analfabeto y que, según contaban, había sido agraciado con “el arte del canto” una noche en sueños y se pasó el resto de su vida alabando a Dios y a la creación en himnos y poemas).
Cicoria siguió trabajando en el piano y en sus composiciones. Compró libros sobre notación musical y pronto se dio cuenta de que necesitaba un profesor de música. Viajaba para asistir a conciertos de sus intérpretes favoritos, pero no tenía relación con otros músicos de su ciudad o con las actividades musicales que allí se celebraban. Era una búsqueda en solitario, entre su musa y él.
Le pregunté si había experimentado otros cambios desde que le cayó el rayo, una nueva forma de ver el arte, quizá, un gusto distinto en sus lecturas, nuevas creencias. Cicoria me explicó que se había vuelto “muy espiritual” desde su experiencia entre la vida y la muerte. Había empezado a leer todo lo que encontraba sobre este tipo de vivencias y sobre accidentes con rayos. Se había hecho con “toda una biblioteca sobre Tesla” y con todo lo que caía en sus manos sobre el poder bello y terrible de la electricidad de alto voltaje. En ocasiones creía ver “auras” de luz o energía alrededor de los cuerpos de la gente, algo que nunca le había pasado antes del rayo.

Pasaron algunos años, y la nueva vida de Cicoria, su inspiración, no le abandonó ni por un momento. Siguió trabajando como cirujano a tiempo completo, pero su corazón y su mente se centraban en la música. Se divorció en 2004, y ese mismo año tuvo un terrible accidente de moto. Él no lo recuerda, pero otro vehículo golpeó su Harley y le encontraron en una zanja, inconsciente y malherido, con huesos rotos, el bazo destrozado, un pulmón perforado, contusiones cardiacas y, aunque llevaba el casco puesto, heridas en la cabeza. Pese a todo esto, se recuperó del todo y volvió al trabajo dos meses después. Ni el accidente, ni los daños que sufrió en la cabeza, ni su divorcio parecieron hacer mella en su pasión por tocar y componer música».

¡Por fin ha llegado a mis manos el último libro de Oliver Sacks! Musicofilia. Relatos de la música y el cerebro.

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Jan Svankmajer 1

lunes, mayo 11, 2009 | Escrito por | Etiquetas

Jan Svankmajer es un nombre fundamental si te gusta el stop motion. Es autor de muchas de las imágenes más extrañas y perturbadoras de la historia de la animación. Un artista total, un surrealista moderno que ha encontrado en las películas animadas el formato ideal para expresarse. Puedes conocer todo sobre Svankmajer en este estupendo artículo de Javier Ludeña en la Revista Fantastique.

Una pequeña pieza hecha por encargo de la MTV, y la inquietante Tma/Svetlo/Tma. Muchos de sus cortos pueden verse en youtube.





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Libertad y procrastinación 2

domingo, mayo 10, 2009 | Escrito por | Etiquetas

LOS EXPERIMENTOS DE DAN ARIELY (3)

El problema de la desidia, de la procrastinación, no ha dejado de empeorar según se ha ido generalizando el uso de internet. Yo antes procrastinaba leyendo cualquier cosa, desde un capítulo de un libro hasta el prospecto de una medicina, cualquier cosa con tal de no trabajar. Por no hablar de los deseos repentinos de hacer limpieza en casa, cocinar, hacer la compra etc etc. Ahora no hace falta ni levantarse de la mesa de trabajo para acceder a mil maneras de procrastinar: chequear el correo electrónico, skype, facebook, visitar páginas absurdas, y un largo etcétera. En mi caso, he podido comprobar que la única manera de no procrastinar ad infinitum es sentir el aliento de un jefe en la nuca. Sólo cuando el desastre es inminente me pongo a trabajar y a intentar resolver en pocas horas lo que debería haber hecho en varios días. ¿Se puede hacer algo al respecto? Cuando uno se promete a si mismo que nunca más dejará para el final el trabajo o el proyecto que le ocupa, siempre es en frío, en un estado emocional neutro que nos hace creer que lo conseguiremos. Pero cuando llega el momento de ponerse a trabajar, algo cambia en nuestra mente: nos convertimos en seres irracionales, y por muchas promesas que nos hayamos hecho, nos dejamos caer en los seductores brazos de la procrastinación.

La única solución para paliar los efectos de la desidia es la restricción de la libertad personal. Dan Ariely hizo un sencillo experimento con sus alumnos con el que demostró una ecuación que los procrastinadores conocemos bien: flexibilidad horaria = procrastinación.

Cuando empezó el curso, Ariely les dijo a los alumnos de una de sus clases (clase A) que podían entregar los tres trabajos del semestre, -fundamentales para la nota final- cuando ellos quisieran. Podrían entregarlos el último día o mucho antes, pero les advirtió que entregarlos pronto no aumentaría la nota. A los alumnos de una segunda clase (B) les dio la oportunidad de elegir en ese momento las fechas de entrega de los tres trabajos, con la condición de que ese plazo no podría cambiarse ya. Y por último, a los alumnos de una tercera clase (C) no les dio ninguna oportunidad: tendrían que entregar los tres trabajos en los plazos que Ariely marcó: la cuarta, la octava y la duodécima semana. Los resultados, como ya habrá adivinado el lector, fueron los previsibles. La clase C tuvo un porcentaje de aprobados mucho mayor que las otras dos. La clase que pudo elegir sus plazos tuvo un resultado intermedio, aunque con algunos trabajos redactados apresuradamente, y la clase que tenía libertad para entregar sus trabajos, como era de esperar, fue un desastre.
Es interesante fijarse en la clase B. No obtuvieron tan buenas notas como la clase C, pero la mayoría de los alumnos previeron lo que iba a pasar y se impusieron unos plazos realistas para poder combatir su futura procrastinación. Algunos no fueron tan previsores y se engañaron con plazos que no pudieron cumplir. Esto nos indica que no todas las personas son conscientes de su problema con la desidia.

El experimento no demuestra nada que no supiéramos, pero creo que plantea un problema interesante ¿debemos aceptar restricciones a nuestra libertad para poder cumplir con nuestras tareas? ¿Quién debe imponer estas restricciones? A la primera pregunta respondo con un contundente ¡sí! Si yo hubiera sido un alumno de la clase B habría fijado unos plazos similares a los de la clase C, por la sencilla razón de que me conozco. Y también creo que debe ser uno mismo el que imponga los límites. En realidad esto lo hacemos continuamente, por ejemplo con las tarjetas de crédito: ponemos un límite diario de sacar dinero, porque sabemos que en ciertos momentos seremos incapaces de controlarnos. Se puede argumentar que es triste llegar a ese extremo, ¿y si por alguna razón uno necesita urgentemente disponer de quinientos euros y sólo puede sacar trescientos? ¿No sería mejor controlarse y poder sacar lo que uno necesite? En un mundo ideal sí, pero en éste, cada vez más lleno de procrastinadores, eso no es más que una buena intención. Imaginemos que un productor me encarga un guión para una película a entregar en diez meses. Conociéndome, llegará el noveno mes y no tendré prácticamente nada escrito. Las llamadas del productor no harán más que aumentar mi angustia. Cuando por fin me ponga a escribir, me daré cuenta de que no voy a poder dejarlo como yo quisiera, con el sufrimiento añadido de comprobar que se trata de un problema de tiempo. ¿Cómo evitar esto?
A) con una gran disciplina. Vale, no es mi caso.
B) arreglando con el productor que el guión se entregará en tres partes, por ejemplo un borrador a los dos meses, una escaleta a los seis, una primera versión a los ocho y, finalmente, una segunda a los diez meses.
En realidad muchos productores, buenos conocedores del problema de la procrastinación, exigen acuerdos de este tipo. Saben que es la ÚNICA manera.

[Dan Ariely. Las trampas del deseo. Editorial Ariel]

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