Procrastinando 1

jueves, febrero 26, 2009 | Escrito por | Etiquetas



“Al pintar cualquier paisaje, el artista debe concentrar sus poderes para unificar la obra. De lo contrario, no llevará el sello característico de su alma. Si un pintor se obliga a sí mismo a trabajar cuando se siente perezoso, sus obras serán débiles y apocadas, sin decisión”.

Kuo Hsi, paisajista chino del siglo XI.
Un argumento más para autoengañarse y abandonarse a la procrastinación.

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Envidia 2

miércoles, febrero 25, 2009 | Escrito por | Etiquetas




En su último libro, George Steiner dedica un capítulo a Cecco d’ Ascoli, un poeta muy poco conocido que tuvo la mala suerte de coincidir con Dante. En realidad, el capítulo está dedicado a la supuesta envidia que durante toda su vida Cecco sintió por el autor de la Divina Comedia. Aunque Cecco era un autor talentoso, fue eclipsado por la sombra gigantesca de Dante, al igual que (si hacemos caso a la literatura) Mozart eclipsó al envidioso Salieri. Goethe se preguntó al respecto: “¿Cómo puedo ser yo si otro es?”. O dicho en otras palabras, ¿cómo puede uno ser poeta con aspiraciones si tu vecino es Dante? Se cuenta que Virginia Woolf tenía proyectada una gran novela autobiográfica, hasta que leyó En busca del tiempo perdido, de Proust. Estuvo tan hundida que durante un tiempo estuvo decidida a dejar de escribir.

Cuando esto ocurre es fácil que surja la envidia, un corrosivo ácido que puede destrozar la vida del envidioso y en ocasiones la del envidiado. Las historias de rivalidad, de feroz odio, entre grandes hombres de ciencia, -o de las artes-, son infinitas.
Steiner cuenta que en Princeton, "oí a Robert Oppenheimer lanzar a un físico la exigencia: Es usted tan joven y ya ha hecho tan poco. Después de esto la opción lógica es el suicidio”.
La envidia fratricida parece ser una constante en la historia de la humanidad. Se trata de un tema casi tabú, “casi roza lo excrementicio, como intuyó Swift. La sinceridad, el sondear la abierta herida del yo, duele demasiado. El olor que sube desde los rincones del ego es demasiado fétido para respirarlo”. Los moralistas, desprovistos de cinismo, dejaron dos máximas terribles, aniquiladoras: “En las desdichas de un amigo hay algo que no nos desagrada”. Y la aún más desagradable, “No basta con triunfar, hay que ver fracasar a otros, preferentemente a un amigo”. Me cuesta digerir esto, pero Steiner se apresura a proclamar: “Que niegue estas desagradables verdades quien se atreva. Lo peor es la maduración dentro de uno mismo de un registrador irónico e incorruptible; de una voz interior que se ríe de nuestras ilusiones y da expresión a nuestra mediocridad. Aunque pueda poner a prueba lo límites de la resistencia, este testigo interiorizado es un diapasón indispensable. Impone nuestra percepción de lo de verdad cada vez que (nuevamente) no lo conseguimos. Cuando un contemporáneo más valiente y dotado lo ha conseguido. Ahogad esa voz, corromperla mediante la apología o la autocompasión masoquista, y el precio será la verdad. Asfixiar la envidia es, al final, preferible a mentirse uno mismo”.

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23F 0

lunes, febrero 23, 2009 | Escrito por | Etiquetas

Lo que ocurrió aquel 23 de febrero, visto desde otro ángulo.




Fuente: Kurioso

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La guerra de Alan 0

miércoles, febrero 18, 2009 | Escrito por | Etiquetas





Se ha publicado en España por fin el último tomo de la trilogía La guerra de Alan. Es un obra que recomiendo vivamente, aunque no seas aficionado al medio. El dibujante Emmanuel Guibert ha llevado al cómic los diarios reales que un soldado norteamericano, Alan Ingram Cope,escribió sobre su experiencia en la Segunda Guerra Mundial. Alan es un soldado muy peculiar (ojalá todos los soldados fueran así), y sus recuerdos rezuman una extraña mezcla de sabiduría, ingenuidad y ternura que Guibert ha sabido interpretar maravillosamente con su alucinante técnica "al agua":

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Mutantes 1

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¿Quienes son mutantes? Mutantes somos todos, pero unos más que otros, dice Armand Marie Leroi en su apasionante libro. Las mutaciones surgen de los errores cometidos por la maquinaria que copia o repara el ADN. Estas mutaciones alteran el significado de los genes, deconstruyen el cuerpo, lo que puede provocar terribles deformaciones. Pero no todas las mutaciones dan lugar a monstruos como James Merrick, el famoso hombre elefante. Algunas consiguen pasar desapercibidas. Según Leroi, llamar mutante a una persona que presenta una mutación de la secuencia de un gen concreto, es una distinción odiosa: “Es dar a entender, como mínimo, que se desvía de un ideal de perfección. No obstante, los humanos se diferencian unos de otros de muchas maneras y esas diferencias son, al menos en parte, heredadas. ¿Quién de nosotros posee el genoma de genomas, el genoma mediante el cual todos los demás serán juzgados? La concisa repuesta es que nadie”. La probabilidad de nacer con una o muchas mutaciones es altísima. Algunas no tienen efectos visibles, pero otras hacen que nos cueste reconocer como humanos a quien las sufre. Se trata de una cruel lotería en la que intervienen muchos factores, internos, como la herencia genética, pero también externos, como son por ejemplo algunos productos químicos, de los que se sabe ya con seguridad que son los responsables de algunas deformaciones terribles. Hoy en día los mutantes siguen siendo maltratados, -cuando no asesinados-, como les ocurre a los albinos en algunas partes de África. Uno se estremece al imaginar lo que debieron sufrir los mutantes a lo largo de la cruel historia humana. Un niño que naciera con algún trastorno físico grave era considerado una maldición, un castigo divino, una profecía o cualquier cosa aún peor. La mayoría de los mutantes eran asesinados al poco de nacer, pero algunos llegaron milagrosamente a la edad adulta y dejaron increíbles historias. El caso que más me ha impactado es el ocurrido en Sudáfrica a principios de los años setenta, y que, aparte de merecer una película, parece un raro y bello ejemplo de justicia divina:

En 1973, mientras el gobierno sudafricano seguía avergonzando al mundo por su sistema de apartheid, Rita Hoefling era una acomodada ama de casa, blanca como la nieve, que vivía en Ciudad de Cabo. Hasta ese momento, Rita había disfrutado de la comodidad y seguridad que otorgaba el pertenecer a la clase dominante, hasta que un buen día empezó a volverse negra. Le diagnosticaron la enfermedad de Cushing, un trastorno causado por hiperactividad de las glándulas suprarrenales. Le extirparon las glándulas y durante un tiempo no hubo ningún problema, hasta que Rita se dio cuenta de que la piel se le estaba volviendo bastante oscura. “No era sólo un ligero bronceado, sino un color bronce oscuro que transformó todo su aspecto: de hecho la hizo parecer una kleurling (de color, en afrikáans)”. Las primeras humillaciones fueron pequeñas, propias de un apartheid leve. Un chófer cumplidor la echó de la zona “sólo para blancos” del autobús, y la obligaron a llevar una tarjeta que explicaba y justificaba su piel oscura. Pero en aquella época, cualquier sudafricano blanco se erigía en comisario de la raza, y Rita tuvo que mudarse a otro barrio. Pero sus nuevos vecinos tampoco la querían cerca y redactaron una protesta. Todo esto en Ciudad del Cabo, que es la ciudad más tolerante y cosmopolita de Sudáfrica. Pero no sólo Rita se vio afectada. Su hija fue expulsada de un autobús porque el chófer (¡qué celo profesional!) reconoció a la muchacha por haberla visto varias veces con Rita. Cuando el padre de ésta murió, su madre no le permitió asistir al funeral: “No quiero que tu cuerpo negro me avergüence en el funeral de tu padre”. Rita fue expulsada de la comunidad blanca, pero afortunadamente recibió la amistad y el apoyo de los negros. Le dieron la bienvenida a sus hogares de los distritos segregados e impidieron que se volviera loca. Rita aprendió xhosa con fluidez, un idioma nada fácil. Pero la historia, como en cualquier guión cinematográfico, guardaba un nuevo giro. En 1978, Rita se volvió de nuevo blanca de manera espontánea. Intentó volver a su antigua vida, pero su marido –un ex oficial de la Armada Real- y sus hijos, la habían abandonado. Durante los últimos diez años de su vida vivió de la caridad y de una pequeña pensión, pasando de una habitación sórdida a otra en lo suburbios de Ciudad del Cabo, hasta que en una de estas habitaciones, murió de neumonía.

[Rita padecía un trastorno llamado síndrome de Nelson, que se da en uno de cada tres pacientes a quienes se les extirpa la glándula suprarrenal. Una de las tareas de esta glándula consiste (más o menos como hace la tiroides) en mantener controlada la hipófisis. En ausencia de la glándula suprarrenal, la pituitaria de Rita comenzó a crecer, se hinchó y produjo un exceso de hormona pituitaria, lo que provocó que se le oscureciera la piel].

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