Ha muerto Sky Saxon, gurú psicódelico y cantante de uno de los grupos más peculiares del garage punk de los locos años sesenta, The Seeds.
BÁRBARA CELIS ha publicado una noticia que me ha hecho salivar:
That´s the title of one of the best musical documentaries I've seen in years. The soul is not only in the title and in the soundtrack, it´s at the heart of a movie made by Jeffrey Levi-Hinte that will make you wish the seventies were still here. I can't forget a marvelous scene in which Celia Cruz takes her shoe in her hand and uses it against the ceiling inside a plain to keep rhythm with musicians such as James Brown, Bill Withers and BB King during the 13 hours trip (that become a 13 hours musical party) that brought the best of African-American musicians to play in Zaire in 1974 just days before the famous boxing fight between Muhammad Ali and George Foreman.
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Levi-Hinte worked as an editor in the documentary 'When we were kings', that amazing film about that powerful "rumble in the jungle" fight that got an Oscar award in the nineties. He had seen all the footage and painfully had to leave aside the three days concert because it didn't fit in that movie. Now, thanks to David Sonenberg (who also produced 'When we were kings') Levi-Hinte has been able to bring back to life a soul festival that will make you wish you were born black (Tom Waits said to me once during an interview: "When I saw James Brown for the first time the only thing I wanted from then on it was to be black!" After watching Soul Power, I definitely understand him-).
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On Friday Levi-Hinte was at a screening of Soul Power at Silverdocs Film Festival in Washington DC. He brought with him Fred Wesley, one of the musicians that played that festival and who confirmed that The Crusaders, The Spinners, Big Black, Celia Cruz and the long list of performers -including many Africans such as Miriam Makeba- played "above their performance level" and that it´s definitely in the movie.
For years there were legal disputes that prevented any body to touch the concert footage. When those were finally over, Levi-Hinte approached Sonenberg with the idea of cutting a movie to be released in DVD. "But when I looked at the footage again after ten years, I realized it was too good to waste it in a quick editing so I ended working on it for three years". The result is worth the wait.
Nobody except the Zaire people (now Congo) who attended the concert had seen it until now. The power of Soul Power is not only in the performances. There's the details about how the concert came to life -the fight was delayed but they couldn't delay the festival- there's the incredible clothing of the times - and the hairdo's, specially Miriam Makeba's African-punk style-. Even better, there were the conversations they had... remember: it´s the time of black power, it´s the time of James Brown' funky tune " I'm black and I'm proud'". All those little moments in the movie are priceless.
Almost none of the musicians had been in Africa before. "There was the excitement of going to find our roots" said Wesley after the screening (where he playes a couple of tunes too!). None of them was aware, though, that Zaire was run at the time by a bloody dictator called Mobutu Seseko who blessed their performance. That part is not in the movie. But you won´t care because the film it's not about politics, it's about music. On July 10th Soul Power will be in the theaters. Whenever is available on DVD I will throw a soul party at home!!!!! Jose Castillo, I will wait for you to dj after the concert!!
Musicofilia, como todos los libros de Oliver Sacks, está repleto de historias clínicas increíbles. Uno de los fenómenos más curiosos que tienen que ver con la música es la Epilepsia musicogénica, es decir, la epilepsia inducida por la escucha de una música concreta. A veces es un tono, un ritmo o una melodía lo que provoca el ataque al paciente.
El caso más sorprendente fue el de un eminente crítico musical del siglo XIX, Nikonov, que sufrió su primer ataque en una representación de una ópera de Meyerbeer, El Profeta. A partir de entonces se volvió más y más sensible a la música, hasta que finalmente, cualquier música, por suave que fuera, le provocaba convulsiones. (“Lo más pernicioso” -observó Critchley- era el así llamado "fondo musical" de Wagner, que le causaba una ineludible procesión de sonidos de la que no podía escapar”). Nikonov, finalmente, que tanto sabía y al que tan apasionaba la música, tuvo que renunciar a su profesión y evitar todo contacto con la música. Si por la calle oía una banda de música, se tapaba los oídos y corría hacia el portal o la calle lateral más cercanos. Adquirió un auténtica fobia, un horror a la música, y así lo describió en un panfleto titulado Miedo a la música.”He buscado ese panfleto como un loco, en balde.
«Tony Cicoria tenía 42 años. Era un hombre robusto y muy en forma que había jugado al fútbol americano en la universidad y que trabajaba como cirujano ortopédico en una pequeña ciudad del norte del Estado de Nueva York, donde gozaba de una buena reputación. Una tarde de otoño se hallaba en un pabellón junto a un lago durante una reunión familiar. Hacía bueno y corría algo de brisa, pero se dio cuenta de que en el horizonte había algunas nubes de tormenta; parecía que iba a llover.
Se acercó a una cabina telefónica que había fuera del pabellón para llamar un momento a su madre (era 1994, antes de la era de los móviles). Todavía hoy recuerda cada segundo de lo que ocurrió después: “Estaba hablando por teléfono con mi madre. Estaba chispeando y se oían truenos a lo lejos. Mi madre colgó. Yo tendría el teléfono a unos 30 centímetros cuando sufrí la descarga. Recuerdo un fogonazo de luz que salía de la cabina y me dio en la cara. Lo siguiente que recuerdo es que salí despedido hacia atrás”.
Luego, y aunque parece dudar antes de contarme esto, “me vi arrojado hacia adelante. Desconcertado, miré a mi alrededor y vi mi propio cuerpo en el suelo. Me dije: ‘¡Mierda, estoy muerto!’. Vi a gente reunida en torno a mis restos. Vi a una mujer –había estado esperando a que yo terminara de usar el teléfono– que se colocaba sobre mi cuerpo y le hacía la respiración boca a boca. Yo subí las escaleras flotando y mi consciencia se vino conmigo. Vi a mis hijos, me di cuenta de que no les iba a pasar nada. Entonces me rodeó una luz azulada y blanquecina…, una intensa sensación de bienestar y paz. Me pasaron por delante los mejores y los peores momentos de mi vida. Pero no asociaba a ellos ninguna emoción… era puro pensamiento, puro éxtasis. Tuve la percepción de acelerar, de que me elevaban…, había velocidad y dirección. Entonces, justo cuando estaba pensando: ésta es la sensación más gloriosa que jamás he experimentado…, ¡bam! Regresé”.
El doctor Cicoria sabía que había regresado a su cuerpo porque sintió dolor, el dolor de las quemaduras en el rostro y en el pie izquierdo, los puntos por los que la descarga eléctrica había entrado y salido de su cuerpo. Y se dio cuenta de que “sólo los cuerpos sienten dolor”. Él quería volver, quería decirle a aquella mujer que dejara de hacerle la respiración boca a boca, que le dejara marchar; pero era demasiado tarde, ya estaba innegablemente de vuelta entre los vivos. Al cabo de un minuto o dos, cuando fue capaz de hablar, dijo: “Está bien… ¡Soy médico!”. La mujer, que era enfermera en una UCI, replicó: “Hace unos minutos no era nada”.
Se presentó la policía y quisieron llamar a una ambulancia, pero Cicoria se negó entre delirios. En lugar de eso le llevaron a casa (“Me pareció que tardamos horas en llegar”), desde donde llamó a su médico, un cardiólogo. Cuando éste le examinó supuso que Cicoria había debido de sufrir una breve parada cardiaca, pero no encontró nada más cuando le auscultó y tampoco en los electrocardiogramas. “Con estas cosas, o vives o te mueres”, comentó el cardiólogo, que no pensaba que el doctor Cicoria fuera a padecer más consecuencias de este extraño accidente.
Cicoria también consultó a un neurólogo. Le invadía la pereza (algo raro en él), y tenía problemas de memoria. De repente se vio olvidando los nombres de gente que conocía bien. Le hicieron pruebas neurológicas, un electroencefalograma y una resonancia magnética. Tampoco se observaron anomalías.
Al cabo de un par de semanas, cuando recuperó la energía, el doctor Cicoria volvió al trabajo. Seguía arrastrando algunos problemas de memoria –de vez en cuando olvidaba los nombres de enfermedades u operaciones poco frecuentes–, pero sus habilidades quirúrgicas no se vieron afectadas. Transcurridas otras dos semanas, desaparecieron los problemas de memoria, y pensó que ahí acababa todo.
Lo que ocurrió posteriormente sigue asombrando a Cicoria, todavía hoy, 12 años después. La vida había vuelto a la normalidad, aparentemente, cuando “de repente, en dos o tres días, me entraron unas ganas irrefrenables de escuchar música de piano”. Esto no guardaba ninguna relación con nada de su pasado. De pequeño había recibido unas pocas clases de piano, “pero no me interesaba realmente”. Ni siquiera tenía piano en casa. La única música que escuchaba era rock.
Con este súbito capricho por la música de piano, comenzó a comprar discos, y se enamoró especialmente de una grabación de sus obras predilectas de Chopin interpretadas por Vladimir Ashkenazy: la polonesa Militar, el estudio Viento de invierno, el estudio Teclas negras, la Polonesa en la bemol, el Scherzo número 2 en si bemol menor. “Me encantaban todas”, explicaba Cicoria. “Tenía el deseo de tocarlas. Pedí todas las partituras. Justo entonces, una de nuestras niñeras preguntó si podía dejar su piano en nuestra casa, de modo que en el preciso instante en que a mí se me antojó, apareció uno, un pequeño piano de pared. Era perfecto para mí. Apenas podía leer las partituras, apenas sabía tocar, pero empecé a aprender yo solo”. Habían pasado más de treinta años desde las pocas clases de piano de su infancia, y tenía los dedos entumecidos y rígidos.
Y entonces, inmediatamente después de sentir este repentino deseo por la música de piano, Cicoria comenzó a oír música en su cabeza. “La primera vez”, explica, “fue durante un sueño. Yo iba de esmoquin, estaba en un escenario, tocando algo que había compuesto yo. Me desperté sobresaltado y la música seguía en mi cabeza. Salté de la cama y empecé a escribir todo lo que recordaba. Pero apenas sabía cómo plasmar lo que oía”. Aquello no salió muy bien porque él nunca había intentado escribir o anotar música antes. Pero cada vez que se sentaba al piano a practicar Chopin, su propia música “venía y le embargaba. Tenía una presencia muy poderosa”.
Yo no sabía muy bien cómo entender esta música tan perentoria, que le invadía casi irresistiblemente y le inundaba. ¿Estaba experimentando alucinaciones musicales? No, respondió el doctor Cicoria, no eran alucinaciones. “Inspiración” era un término más adecuado. La música estaba ahí, en lo más profundo de su interior, o en alguna parte, y lo único que tenía que hacer era dejar que le viniera. “Es como una frecuencia, una emisora de radio. Si me abro, viene. Me gustaría decir que viene del cielo, como afirmaba Mozart”.
Su música no cesa. “Nunca se agota”, proseguía él. “En todo caso, tengo que apagarla yo”.
Ahora tenía que lidiar no sólo con aprender a interpretar Chopin, sino también con dar forma a la música que le rondaba constantemente la cabeza, probarla en el piano, ponerla en el papel manuscrito. “Era una lucha terrible. Me levantaba a las cuatro de la mañana y tocaba hasta que me iba a trabajar, y cuando volvía a casa del trabajo, me pasaba toda la tarde en el piano. Mi mujer no estaba nada contenta. Yo estaba poseído”.
Al tercer mes del accidente del rayo, Cicoria, que antaño fue un hombre de familia afable y cordial, casi indiferente a la música, se veía inspirado, casi poseído, por la música y apenas tenía tiempo para nada más. Cayó en la cuenta de que quizá se había “salvado” por algún motivo especial. “Llegué a pensar”, asegura, “que la única razón por la que me habían permitido sobrevivir era la música”. Le pregunté si antes del rayo era creyente. Había recibido una formación católica, respondió, pero nunca había sido especialmente religioso; tenía algunas creencias poco ortodoxas, como la reencarnación.
Él mismo llegó a pensar que en cierto sentido se había reencarnado, que se había transformado y había recibido un don especial, una misión: “sintonizar” con la música que él llamaba, medio metafóricamente, “música del cielo”. Ésta solía manifestarse como un “torrente absoluto” de notas sin pausas, sin descansos, a las que él tenía que dar estructura y forma. (Mientras me contaba esto, yo pensaba en Caedmon, poeta anglosajón del siglo VII, que era un pastor de cabras analfabeto y que, según contaban, había sido agraciado con “el arte del canto” una noche en sueños y se pasó el resto de su vida alabando a Dios y a la creación en himnos y poemas).
Cicoria siguió trabajando en el piano y en sus composiciones. Compró libros sobre notación musical y pronto se dio cuenta de que necesitaba un profesor de música. Viajaba para asistir a conciertos de sus intérpretes favoritos, pero no tenía relación con otros músicos de su ciudad o con las actividades musicales que allí se celebraban. Era una búsqueda en solitario, entre su musa y él.
Le pregunté si había experimentado otros cambios desde que le cayó el rayo, una nueva forma de ver el arte, quizá, un gusto distinto en sus lecturas, nuevas creencias. Cicoria me explicó que se había vuelto “muy espiritual” desde su experiencia entre la vida y la muerte. Había empezado a leer todo lo que encontraba sobre este tipo de vivencias y sobre accidentes con rayos. Se había hecho con “toda una biblioteca sobre Tesla” y con todo lo que caía en sus manos sobre el poder bello y terrible de la electricidad de alto voltaje. En ocasiones creía ver “auras” de luz o energía alrededor de los cuerpos de la gente, algo que nunca le había pasado antes del rayo.
Pasaron algunos años, y la nueva vida de Cicoria, su inspiración, no le abandonó ni por un momento. Siguió trabajando como cirujano a tiempo completo, pero su corazón y su mente se centraban en la música. Se divorció en 2004, y ese mismo año tuvo un terrible accidente de moto. Él no lo recuerda, pero otro vehículo golpeó su Harley y le encontraron en una zanja, inconsciente y malherido, con huesos rotos, el bazo destrozado, un pulmón perforado, contusiones cardiacas y, aunque llevaba el casco puesto, heridas en la cabeza. Pese a todo esto, se recuperó del todo y volvió al trabajo dos meses después. Ni el accidente, ni los daños que sufrió en la cabeza, ni su divorcio parecieron hacer mella en su pasión por tocar y componer música».
¡Por fin ha llegado a mis manos el último libro de Oliver Sacks! Musicofilia. Relatos de la música y el cerebro.
Jan Svankmajer es un nombre fundamental si te gusta el stop motion. Es autor de muchas de las imágenes más extrañas y perturbadoras de la historia de la animación. Un artista total, un surrealista moderno que ha encontrado en las películas animadas el formato ideal para expresarse. Puedes conocer todo sobre Svankmajer en este estupendo artículo de Javier Ludeña en la Revista Fantastique.
Una pequeña pieza hecha por encargo de la MTV, y la inquietante Tma/Svetlo/Tma. Muchos de sus cortos pueden verse en youtube.
LOS EXPERIMENTOS DE DAN ARIELY (3)
El problema de la desidia, de la procrastinación, no ha dejado de empeorar según se ha ido generalizando el uso de internet. Yo antes procrastinaba leyendo cualquier cosa, desde un capítulo de un libro hasta el prospecto de una medicina, cualquier cosa con tal de no trabajar. Por no hablar de los deseos repentinos de hacer limpieza en casa, cocinar, hacer la compra etc etc. Ahora no hace falta ni levantarse de la mesa de trabajo para acceder a mil maneras de procrastinar: chequear el correo electrónico, skype, facebook, visitar páginas absurdas, y un largo etcétera. En mi caso, he podido comprobar que la única manera de no procrastinar ad infinitum es sentir el aliento de un jefe en la nuca. Sólo cuando el desastre es inminente me pongo a trabajar y a intentar resolver en pocas horas lo que debería haber hecho en varios días. ¿Se puede hacer algo al respecto? Cuando uno se promete a si mismo que nunca más dejará para el final el trabajo o el proyecto que le ocupa, siempre es en frío, en un estado emocional neutro que nos hace creer que lo conseguiremos. Pero cuando llega el momento de ponerse a trabajar, algo cambia en nuestra mente: nos convertimos en seres irracionales, y por muchas promesas que nos hayamos hecho, nos dejamos caer en los seductores brazos de la procrastinación.
La única solución para paliar los efectos de la desidia es la restricción de la libertad personal. Dan Ariely hizo un sencillo experimento con sus alumnos con el que demostró una ecuación que los procrastinadores conocemos bien: flexibilidad horaria = procrastinación.
Cuando empezó el curso, Ariely les dijo a los alumnos de una de sus clases (clase A) que podían entregar los tres trabajos del semestre, -fundamentales para la nota final- cuando ellos quisieran. Podrían entregarlos el último día o mucho antes, pero les advirtió que entregarlos pronto no aumentaría la nota. A los alumnos de una segunda clase (B) les dio la oportunidad de elegir en ese momento las fechas de entrega de los tres trabajos, con la condición de que ese plazo no podría cambiarse ya. Y por último, a los alumnos de una tercera clase (C) no les dio ninguna oportunidad: tendrían que entregar los tres trabajos en los plazos que Ariely marcó: la cuarta, la octava y la duodécima semana. Los resultados, como ya habrá adivinado el lector, fueron los previsibles. La clase C tuvo un porcentaje de aprobados mucho mayor que las otras dos. La clase que pudo elegir sus plazos tuvo un resultado intermedio, aunque con algunos trabajos redactados apresuradamente, y la clase que tenía libertad para entregar sus trabajos, como era de esperar, fue un desastre.
Es interesante fijarse en la clase B. No obtuvieron tan buenas notas como la clase C, pero la mayoría de los alumnos previeron lo que iba a pasar y se impusieron unos plazos realistas para poder combatir su futura procrastinación. Algunos no fueron tan previsores y se engañaron con plazos que no pudieron cumplir. Esto nos indica que no todas las personas son conscientes de su problema con la desidia.
El experimento no demuestra nada que no supiéramos, pero creo que plantea un problema interesante ¿debemos aceptar restricciones a nuestra libertad para poder cumplir con nuestras tareas? ¿Quién debe imponer estas restricciones? A la primera pregunta respondo con un contundente ¡sí! Si yo hubiera sido un alumno de la clase B habría fijado unos plazos similares a los de la clase C, por la sencilla razón de que me conozco. Y también creo que debe ser uno mismo el que imponga los límites. En realidad esto lo hacemos continuamente, por ejemplo con las tarjetas de crédito: ponemos un límite diario de sacar dinero, porque sabemos que en ciertos momentos seremos incapaces de controlarnos. Se puede argumentar que es triste llegar a ese extremo, ¿y si por alguna razón uno necesita urgentemente disponer de quinientos euros y sólo puede sacar trescientos? ¿No sería mejor controlarse y poder sacar lo que uno necesite? En un mundo ideal sí, pero en éste, cada vez más lleno de procrastinadores, eso no es más que una buena intención. Imaginemos que un productor me encarga un guión para una película a entregar en diez meses. Conociéndome, llegará el noveno mes y no tendré prácticamente nada escrito. Las llamadas del productor no harán más que aumentar mi angustia. Cuando por fin me ponga a escribir, me daré cuenta de que no voy a poder dejarlo como yo quisiera, con el sufrimiento añadido de comprobar que se trata de un problema de tiempo. ¿Cómo evitar esto?
A) con una gran disciplina. Vale, no es mi caso.
B) arreglando con el productor que el guión se entregará en tres partes, por ejemplo un borrador a los dos meses, una escaleta a los seis, una primera versión a los ocho y, finalmente, una segunda a los diez meses.
En realidad muchos productores, buenos conocedores del problema de la procrastinación, exigen acuerdos de este tipo. Saben que es la ÚNICA manera.
[Dan Ariely. Las trampas del deseo. Editorial Ariel]
LOS EXPERIMENTOS DE DAN ARIELY (2)
“La economía tradicional supone que los precios de los productos en el mercado vienen determinados por un equilibrio entre dos fuerzas: el nivel de producción para cada precio (oferta) y los deseos de quienes disponen de poder adquisitivo para cada precio (demanda). El precio en el que confluyen ambas fuerzas determina el precio en el mercado”. Esto sería verdad si las dos fuerzas fueran independientes, pero no lo son. La demanda está condicionada por la predisposición del consumidor a pagar un precio, y, como ya hemos visto, al consumidor se le manipula fácilmente.
Como dice Ariely, “en realidad los consumidores no tienen la sartén por el mango ni en cuanto a sus propias preferencias ni en cuanto a los precios que están dispuesto a pagar por los distintos bienes y experiencias”. Los precios no vienen marcados por la escasez de tal producto, ni por la dificultad de su elaboración, ni por la demanda existente, (aunque por supuesto estos factores influyen en el montante final).
Ariely pone el ejemplo de la perla negra. Hasta mediados de los años setenta (del siglo XX) no se encontraba este tipo de perla en las joyerías, al menos en las occidentales.
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Un francés que poseía un atolón en la polinesia, rico en ostras de perla negra (Pinctada Margaritifera), quiso hacer negocios con Salvador Assael, conocido como “el rey de las perlas”.
El problema es que, aunque se conocía su existencia, no había demanda para este tipo de perlas. La gente seguía prefiriendo las blancas, por las que se pagaban precios altísimos. El rey de las perlas poco pudo hacer con las negras. Había comprado un lote grande y no consiguió hacer una sola venta. Assael pudo haberse desecho del lote vendiéndolas a precio de saldo, o regalarlas al comprar otras joyas… pero decidió volver a intentarlo. Como las perlas no eran realmente negras, sino más bien de un color gris plomizo, esperaría un año para conseguir ejemplares de mayor calidad. Cuando las tuvo, se las llevó a Harry Winston, un legendario comerciante de piedras preciosas.
Winston accedió a colocar las perlas negras en su escaparate de la Quinta Avenida, pero a un precio exorbitante. Assael, mientras tanto, inició una campaña de publicidad en las principales revistas de moda en la que se veía un collar de perlas negras al lado de rubíes, diamantes y esmeraldas. El resultado fue que, en poco tiempo, las damas más ricas y distinguidas de Nueva York lucían collares de perlas negras, comprados a precios prohibitivos.
Lo que Assael hizo fue introducir en los potenciales consumidores lo que en economía conductual se llama un ancla, un precio de referencia inicial que tendrá un efecto a largo plazo en nuestra predisposición a pagar por el producto. Assael asoció sus perlas que nadie quería (o nadie conocía) a las carísimas piedras preciosas de las joyerías neoyorquinas. Una vez que se ha establecido este ancla en su mente, el consumidor no se preguntará si es caro o barato, simplemente lo pagará. Es lo que Ariely llama coherencia arbitraria. “La idea básica de la coherencia arbitraria es esta: aunque los precios iniciales sean arbitrarios (como las perlas de Assael), una vez que dichos precios se hayan establecido en nuestra mente configurarán no sólo los precios actuales, sino también los futuros (y eso es lo que los hace coherentes)”.
Pero, ¿y si el consumidor ya tiene un ancla para la perla blanca? ¿Cómo consiguió Assael crear un nuevo ancla? La respuesta, como dijo Mark Twain, es bien sencilla:
“Para que un hombre codicie algo, basta con hacer que resulte difícil de obtener”. Winston, el viejo comerciante, sabía lo que hacía y expuso las perlas negras más caras que las blancas.
Las motivaciones de un consumidor a la hora de pagar más o menos dinero son tan irracionales que resultan casi increíbles. Para demostrar lo aleatorias que son nuestras decisiones como consumidores y lo fácilmente manipulables que somos, Ariely realizó un experimento con sus alumnos en el que intentaba crear un ancla de manera artificial que influyera en su disposición a pagar por un producto.
El experimento consistió en una especie de subasta de algunos productos, en principio interesantes para gente joven: un par de botellas de buen vino francés, un libro sobre diseño gráfico, un teclado y un trackball inalámbricos y una caja de finos chocolates belgas. Ariely pidió a los alumnos que pusieran sus dos últimos dígitos del número de la seguridad social en una hoja, y al lado, si estaban dispuestos a pagar ese precio por cada uno de los productos. Después se les pidió que apuntaran los precios que estarían dispuestos a pagar por los productos de arriba, es decir, que hicieran una puja similar a las que hacemos en ebay.
¿Serviría de ancla algo tan aleatorio como los dos últimos dígitos de la seguridad social? Aunque parezca increíble, resultó que sí. Los que tenían números más altos hicieron pujas más elevadas, mientras que los que tenían dígitos más bajos hicieron pujas muy inferiores. Bastó que los alumnos pensaran en un número (podría haber sido la temperatura ambiental, su edad o cualquier otra cosa) para que se vieran influidos a la hora de pagar.
Este experimento pone de manifiesto que tomamos muchas decisiones comerciales que vienen impuestas por anclas iniciales y no por nuestro gusto o necesidad. Como dice Ariely “Si son las anclas y la memoria de ellas - pero no las preferencias- las que determinan nuestro comportamiento ¿a santo de qué celebrar el intercambio, el comercio, como la clave para maximizar la felicidad (o utilidad) personal?”.
La economía tradicional nos quiere convencer de que el liberalismo económico es el único posible en una sociedad moderna y libre. Pero el libre mercado no tiene en cuenta que los seres humanos somos, en primer lugar irracionales, y en segundo lugar, manipulables. El libre mercado está basado en una falacia, la de la oferta y la demanda, y apoyadas en esta falacia, tomamos decisiones erróneas todos los días.
Esto puede no parecer tan grave si hablamos de comprarnos un teléfono móvil muy caro porque tiene una nueva serie de aplicaciones (que nunca utilizaremos), pero empieza a serlo cuando hablamos de los productos esenciales de nuestra sociedad, como atención sanitaria, educación, electricidad, agua y otros recursos clave.
Las fuerzas mercantiles del modelo capitalista no regulan el mercado de manera óptima y justa para todos porque no tienen en cuenta los aspectos humanos, en concreto del funcionamiento irracional de nuestro sobrevalorado cerebro. Por eso es fundamental que haya un mínimo control (resulta difícil establecer cual) de la actividad económica por parte de los gobiernos, aunque eso limite la libre empresa.